martes, 5 de enero de 2010

Dulce infancia...

Parece mentira las vueltas que da la vida. Precisamente hoy, día de Reyes, me miro en el espejo y ya no se encuentra esa niña que se encontraba antes todos los días, la cual su felicidad dependía de la posibilidad de poder jugar, de tener a algún amigo o algún familiar cerca para hacer el ganso toda una tarde hasta acabar empapados en sudor... Sin problemas, complicaciones ni pájaros en la cabezas propios de la adolescencia. Una pelota que golpear contra la pared, una muñeca a la que cuidar como mamá lo hacía con nosotros, una bicicleta con la que correr hasta no tener fuerzas para pedalear, una simple y vieja cuerda para dar saltos jugando a la comba, una tiza y una piedra para jugar al piso, un trompo para mantenernos entretenidos un buen rato... Muchos de estos simples objetos eran habitualmente los que necesitábamos para marcar adecuadamente nuestra felicidad día a día. Esos inviernos lluviosos metidos en casa jugando al parchís con alguien con el cual compartir nuestro tiempo y así matar el aburrimiento y la pena de no poder salir a la calle a jugar. Aquellos calurosos veranos que pasábamos toda la familia junta en la playa desde muy temprana hora hasta que el tiempo empezaba a refrescar. Aquellos maravillosos viernes, maravillosos por la prisa que nos dábamos almorzando a la venida del cole para ir corriendo a casa de la vecina a jugar sin la preocupación de hacer los deberes temprano. Esos sábados noche, cuando salíamos agarrados de la mano de mamá y papá sabiendo que ese día volveríamos a casa con una sonrisa en la cara por el simple hecho de saber que papá pararía a comprarnos chucherías... Hoy, me vuelvo a mirar al espejo y no me reconozco ni yo misma, todo ha cambiado, mi medio para ser feliz ya no es una pelota, un bici o una muñeca, sino personas. De repente ya no quiero más juegos, quiero ver a los míos felices y mis verdaderos amigos a mi lado. Los problemas, las preocupaciones y los pájaros en la cabeza me dejaron en la pésima pena hace un tiempo, supongo que todo ello sería parte del comienzo de la madurez. Ya no soy esa niña que simplemente pensaba en jugar y jugar, ahora se ve en mí a una adolescente que quiere ser feliz de distinta manera a la que lo era en aquella tierna infancia. Y de momento, lo soy, ¿qué más puedo pedir?

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